jueves, 25 de agosto de 2011

Sopla el viento raspando mi sien, apuntalando mis pies a una nueva parada, a una nueva ciudad, donde me toca ir vendimiando días a la par de mi sombra únicamente. Hasta mis oídos había llegado la habladuría de que ese bar irlandés agazapado debajo de unas escaleras era uno de los mejores regalos que esta virgen ciudad para mí te ofrece de buenas a primeras.

Paro el primer taxi que tuerce la esquina, engrasando mientras reduce su velocidad mi ya no tan avivado inglés. El vehículo ya se dirige hacia la 55, entre Broadway y la Octava avenida. En unos 10 minutos, se detuvo otra vez, diciéndome la cifra que alcanzaba el taxímetro y con la mano extendida para que le pagase por el trayecto. Obediente, extiendo el billete y le digo que se quede los centavos que quedaban de cambio, nunca me ha gustado llevar monedillas sueltas por el bolsillo.

Empujo la puerta y me encuentro con una gran tasca, para que engañarnos, una larga barra invitando a consumir, defendida por unos cuantos taburetes y unos grupos de mesas con sofas rodeandolas. Sí, una vez más las malas lenguas no se equivocan. Me acerco a la barra y pido uno de los cócteles que aparecen con letras doradas en la pared del fondo: Vodka con arándanos. Terriblemente sabroso. Le estoy cogiendo gusto a este garito.

Mi vejiga empieza a dar punzadas así que me meto al baño, allí lavándose las manos encuentro a una maraña de pelos limpiándose la cara. Se pone a secarse la cara y me quedo mirándolo. Me resulta un tanto familiar, que coño un tanto familiar, que lo conozco. No tenía ni puta idea de que estaba en la misma ciudad que yo, probablemente estaría aquí por los mismos motivos que un servidor.

ÉL tambien me reconoce y nos unimos en un profundo abrazo. Hacía un verano que no nos veíamos, él con sus historias yo con las mías pero siempre con un par de nexos comunes: el poker y las mujeres. Mi mejor amigo estaba allí, en la mejor ciudad del mundo a mi lado. Salimos del bar dispuestos a comernos la noche. Ahora ya no era necesario que me sentase en la barra para no parecer un punto solitario dentro de ese profundo bar.

Nos sentamos en la tercera mesa, cambiando ya a nuestras comunes cervezas, cuando él me explica que hace allí en la ciudad, y que ahora estaba solo, deambulando por allí, más o menos de la misma manera que yo me hallaba cuando otras dos chicas se sentaron en la barra. Nosotros, ligeramente presas del alcohol, nos echamos a reír y claro que sí cojones, ¡nos las vamos a ligar!

Ojo rápido el que siempre tengo, le digo a la menos guapa de las dos: Hola, ¿conoces a este muchacho? Se echa a reír y ahí se quedan los dos hablando, a la otra, ni corto ni perezoso, la agarro de la mano y la traigo a la mesa donde estabamos antes con mi amigo.

Todo era diferente desde el otro continente, el mar que nos separaba de nuestra casa ya nos había enseñado una cosa por encima de todo: el valor de la amistad que se ha tragado todos los kilómetros.




No hay comentarios:

Publicar un comentario