martes, 28 de febrero de 2012

Hoy me ha venido a la cabeza lo que sentí y lo que me transmitió la primera vez que toqué El Lago de los Cisnes con la orquesta mientras estaba siendo bailado el ballet. Una sensación de perfección, potencia y pasión que irradiaba a cada uno de los movimientos del Cisne Negro, mientras que por otro lado, el Cisne Blanco se encargaba de hincarnos bien hondo flechas de ternura, romanticismo y calor.

En su día me sorprendió muy gratamente aquella interpretación pero creo que nunca me había puesto a pensar el por qué. En realidad, no me gusta el ballet, ni soy de los que escucho música clásica cuando tengo un rato de tirarme en la cama. Pero esta obra me tocó de una manera peculiar, cómplice como un beso lanzado mientras me asomo a ras de las sábanas.

Y claro, como buen músico con su correspondiente archivo, me he decidido a buscar la partitura. Podría tocarla de oído, sin embargo quiero ceñirme a la sensación de tocar atrileado. Me gusta engañar al olvido y también el reventar el insomnio con una buena canción. De arriba a abajo la defiendo como lo he hecho en varias ocasiones pero sin plasmarla en la platea. Nunca he sido de ensayar mucho, sin embargo esta vez disfrutaba a cada movimiento. Me permito el lujo de cerrar los ojos y proyectar en mi retina mi propio baile que surca todos los poros de mi piel.

Dividido en cuatro actos como el original de Tchaikovski. En el primero me hallo en una fiesta de cumpleaños, otro año más que quemo y me llega mi señora mamá y me dice que al día sigiente me ha organizado una fiesta para encontrar a una novia para mí. Ostia, me meten presión por todos los lados. Comienza el segundo acto conmigo hasta los mismos cojones de este lío de encontrar a alguien por obligación y escapo a sentarme en la roca del lago, donde siempre que tengo la cabeza llena de historias voy para desahogarme. Cuando llego allí encuentro un cisne cobijado debajo de mi altar. Me siento y no sé si alucinaciones mías pero juraría que ese animal me está mirando. Majestuosa belleza la que inspira al agitar sus alas. Juraría que dentro de ese cisne está el espíritu que me complementa. 

Mi tercer acto comienza cuando emprendo el camino de vuelta a mi casa, pensativo acerca de la estampa del lago. Nada más llegar, me voy a la cama, sé que mañana será un día duro, largo y muy a mi pesar, sin apetito para que suceda. Salto temporal hasta la fiesta, chicas muy guapas estaban allí, otras menos atractivas pero más voluminosas o más ardientes. Sin embargo, le digo a mi madre que no elijo a nadie. Ninguna me convence. Estoy harto de estar en esa celebración que es absurda para mí y me salgo a las escaleras de mi casa. Mis manos tapan mi cara, estoy bastante frustrado porque nada sucedía como yo pensaba que sería mi vida hace unos años. De repente, Rothbart mi mayordomo, me dice que ha llegado una nueva chica. Sin darme tiempo a levantarme ella sale a donde estoy yo, me agarra del hombro y me voltea. Rubía, melena increíble, con un vestido que le quedaba como un guante y con un detalle que inevitablemente hace despertar mi aletargamiento. Un collar con un colgante de un cisne.

Abro los ojos, creo que el ballet que me estoy montando me está sustrayendo de la auténtica partitura. Dejo mi trompeta en la silla y decido salir de mi casa en busca de un cuarto movimiento final. Este final no es más que la parte inicial, el coger en el momento de acabar la obra y clavarla en cualquier punto de la obra y así manejarla a mi antojo. Así que este vals, tiene el aplauso final con los dos sobre el escenario, aclamados por el público al que siempre le daremos la espalda para que solamente los dos sepamos como ha sido este cuarto acto. Metáfora llevada a la realidad.

Por fin tengo mucho techo para cualquier aguacero,  sin embargo lleno de goteras dentro de mí recogidas por el caldero de tener ganas de ti.

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